sábado, 22 de octubre de 2011

GERMEN

Recuerdo, recuerdo perfectamente el día que llegué a aquella isla, aquel paraíso. Esa mañana los ignorantes vasallos del rey pretendían haberme matado lanzándome del barco a pleno mar. ¿Qué por qué? Bah, simplemente por unos cuantas mentiras seguidas por unos cuantos robos y... No sabían que cerca de allí había una isla a la que llegué moribundo a sus arenas.
Fue de ahí de donde me recogieron las gentes de este poblado. Inmediatamente se ocuparon de mí y me salvaron la vida. Cuando estuve recuperado comencé a convivir con ellos.

Aquellas gentes eran maravillosas, increíbles. No deseaban nada y estaban tranquilos, tan sólo pretendían vivir. No ansiaban conocer la vida como los habitantes del reino del que yo provenía. Me mostraban sus árboles y yo no conseguía comprender el grado de amor con el que los contemplaban, parecía que hablaran con seres semejantes. Ellos eran tan veloces y alegres como niños, sin ningún estúpido complejo. Paseaban por sus bosques, cantaban bellas canciones y se alimentaban de los frutos de la naturaleza. Entre ellos había amor y nacían niños pero jamás observé crueles actos de lujuria ni de confundir el amor con la posesión. Se alegraban cuando nacían sus hijos por ser nuevos partícipes de su dicha. No había disputas, ni celos, ni siquiera sabían lo que eso significaba. Sus hijos eran de todos pues todos formaban una gran familia. Apenas había enfermedades pero sí muerte. Los ancianos morían despacio, como si durmieran, rodeados de gente que los amaba y se despedía de ellos con sonrisas en la boca y lágrimas en los ojos. No había ni religiones, ni credos, ni dioses. Alababan la tierra, el mar, los bosques, la vida en sí. Yo los adoraba y ellos lo percibían y se dejaban amar, pero intimidándose a la vez, ya que ellos mismos me amaban.

Y fue entonces cuando ocurrió. De mí, humano falso donde los haya, aprendieron a mentir. Empezando como una pequeña imitación, una broma, aquello acabó gustándoles. La mentira se introdujo en las relaciones de pareja y rápidamente nació la lujuria. Ésta engendró los celos y esto llevó a la crueldad. Cuando brotaron las primeras gotas de sangre comenzaron a dispersarse en grupos. Se crearon las alianzas, pero de unos contra otros. Nacieron los reproches, las discriminaciones. Conocieron la vergüenza y la convirtieron en virtud. Nació el honor y en cada agrupación una bandera. Las banderas les llevaron a las guerras y las guerras a la destrucción-

Yo, yo les pervertí. Yo fui el germen que acabó con el paraíso.

2 comentarios:

lucrecia dijo...

Muy bien, Cristina, el germen de la mentira y la lujuria acabó con tan hermoso paraíso.

Yolanda dijo...

Qué pena un lugar tan idilíco en armonía con la naturaleza, sin intrigas, sin necesidad de dioses y acabó contaminado por ese odioso germen que invade nuestro mundo. Muy bien, el último párrafo me ha encantado.